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LOS IMPÍOS «NO TIENEN DISCULPA»

In document Tihamer Toth Creo en Dios (página 86-123)

El apóstol San Pablo, en su Carta a los Romanos, enjuicia con se- veras palabras contra los que no se preocupan de Dios: No hay disculpa (Rom 1, 20), escribe, para aquellos que no llegan al conocimiento de Dios por el mundo visible; porque en cualquier punto que miremos, el universo entero pregona de Dos que «todas las cosas son de Él, y todas son por Él,

y todas existen en Él. (Rom 11, 36).

En verdad, detrás de todos los objetos o aparatos creados por el hombre hay alguien que los diseñó; y ¿sólo ha de faltarle autor a la complejidad prodigiosa del universo? ¿Hay casa sin fundamentos? ¿Hay reloj sin relojero? ¿Hay máquina sin ingeniero? ¿Hay estatua sin escultor? No. Tampoco este mundo creado, tan complejo y preciso, tan variado y maravilloso, puede existir sin un Dios que lo creó.

Cuando un astrónomo descubre una nueva estrella, cuando un cientí- fico llega al conocimiento de una ley de la naturaleza, no sospechada an- tes, los hombres hacen un gran homenaje al descubridor. Y, sin embargo, no fue el científico quien creó la estrella, ni quien promulgó aquella ley; tan sólo descubrió su existencia. ¿No ha de brotar, pues, jubiloso de nuestro corazón el Te Deum de la gratitud, del pasmo, de la adoración, cada vez que pensamos en el Creador de todas las cosas?

En los últimos capítulos echamos una mirada al gran universo, tanto al macrocosmos como al microcosmos, así como a la historia religiosa del hombre; y de nuestros razonamientos estuvimos de acuerdo con SAN PABLO

en que no hay disculpa para quienes no reconocen a Dios.

En el presente capítulo estudiaremos, en profundidad, estas palabras paulinas. ¿Es verdad que los impíos no tienen disculpa? Después nos preguntaremos, si realmente no podemos explicar el gran universo sin un Dios creador, ¿cómo puede haber hombres que no le reconozcan?

I

¿NOS OBLIGA EL MUNDO A ADMITIR LA EXISTENCIA DE UN CREADOR?

1.° Un europeo incrédulo viajaba por África, y una madrugada encontró a uno de los guías de la caravana abismado en la oración. Le preguntó con cierta ironía ¿Y cómo sabes tú que realmente existe Dios? Y el árabe le dio esta magnífica respuesta: «Mirando la arena del Sahara diré por las huellas si fue un hombre o una fiera lo que pasó por allá; de la misma manera, si echo una mirada al mundo, por las huellas que en él descubro adquiero la certeza de que por allí pasó Dios.

Respuesta magnífica, digna de todo un hombre que razona y se hace preguntas importantes.

Por el telescopio constatamos la existencia de innumerables galaxias; por el microscopio comprobamos la gran riqueza del microcosmos, la enorme variedad de diminutos seres vivientes. Y nos surge la gran cuestión: ¿Quién es el Creador? ¿Quién es los diseñó? ¿Por qué todo esto? ¿Por qué?

La palabra «porqué» es acaso la más humana de nuestro lenguaje; brota como instintivamente ya de labios del niño. Este sempiterno «porqué» en labios del hombre es el gran símbolo de la sed ardiente de saber, del deseo incesante que late en lo más profundo del alma humana, de conocer las causas. Es un tesoro magnífico, propiedad exclusiva del hombre, privilegio de nuestro linaje: la averiguación de las relaciones

causales. Analizamos, averiguamos, proseguimos las pesquisas, vamos de

un lado a otro, hasta llegar a la causa última, la que llamamos Dios. Está injertada en nuestra alma una intranquilidad que no nos deja descansar en estaciones intermedias.

Las averiguaciones minuciosas, que dedican especial atención a las cuestiones de los pormenores en las diferentes ramas de la ciencia, nos suministran en la actualidad datos elocuentes respecto del admirable orden de la naturaleza, y merced a los mismos se despliega, aun con más magnificencia, ante nosotros, la infinita sabiduría del Dios creador: «Cuanto más profundamente nos adentremos entre los detalles de la naturaleza, tanto más cautivador se nos muestra el reflejo de la divinidad.» Es el testimonio de un científico moderno (REINKE)9.

El astrónomo coloca un prisma en el rayo de sol, y descompone el rayo en colores, y fundamenta en este sencillo experimento sus admirables teorías relativas a la naturaleza de la luz..., y aun hace conjeturas respecto de su punto de partida, y no tenernos motivo de poner en duda sus asertos. Durante un paseo por el monte, un geólogo explica las capas interiores de una inmensa cordillera. «Pero ¿has estado en su interior?», le pregunto. «No es necesario haber estado. Me basta con el pequeño arroyuelo que brota de las profundidades; he analizado su agua y, por lo encontrado en ella, he descubierto las capas que hay en una profundidad donde yo nunca hubiera podido penetrar.» Y la naturaleza, ¿no nos muestra acaso con una riqueza cien veces mayor las huellas de Dios?

2.° El que no cree en Dios hace, pues, violencia a su propia razón. Porque en favor de la fe aboga el entendimiento humano que razona; y en favor de la incredulidad, ¿qué abogados encontramos?

¿Qué es más razonable: creer en Dios, en el Creador del mundo, o bien creer que este mundo inmenso se hizo por sí solo?

¿Qué es más razonable: creer en Dios, en el Autor de la vida, o creer que la vida brotó por sí misma?

¿Qué es más razonable creer en Dios, en el sabio Ordenador del mundo, o creer que todo orden, toda ley, toda medida en servicio de un fin bien determinado se hicieron por sí mismos en este mundo? Yo me pongo al lado del geólogo belga D'OMALIUS, que decía: «Concedo: es harto difícil

para la razón admitir la existen de un Dios omnipotente e inmaterial, y el acto de la creación; pero aún es mucho más difícil comprender la existencia y el orden admirable del universo sin admitir que antes existiese un Ser todopoderoso».

Yo me pongo, en este punto, al lado del escritor francés PROUDHON,

que reflexionaba de esta manera: Resulta tan absurdo atribuir todo el universo a las meras leyes físicas, prescindiendo de Dios, como atribuir a las diversas estrategias que procuraron la victoria de Merengo, sin mentar siquiera a Napoleón.

II

¿CÓMO PUEDEN NEGAR A DIOS?

Si la razón da un testimonio tan contundente en favor de Dios, ¿cómo se explica que, no obstante, hay hombres que no se inclinan ante Dios?

La respuesta es para ruborizarse: Solamente niega a Dios aquel que

en su orgullo y presunción quiere abarcar a Dios por completo, quiere

comprenderle en absoluto con el mezquino y pobre entendimiento humano.

No veo a Dios; no comprendo a Dios; ¿me es lícito entonces negar su

existencia?

1.º Contéstame tú mismo, amigo lector: ¿Puedes negar todo lo que no ves, todo lo que no palpas con tus manos? «El que todo lo cree, sospecho que es tonto; el que nada cree sino lo que ve con sus ojos corporales..., no tengo necesidad de sospecharlo.» (GÁRDONYI)

¿No quieres creer sino lo que ves? Pues mira: tus ojos te dicen que el Sol gira en torno de la Tierra y, no obstante, has de creer lo contrario: es la Tierra la que gira en torno del Sol. Te parece que la Tierra está fija, sin moverse; y has de creer que no está parada, sino que corre con una veloci- dad fantástica. Tú no lo sientes, pero lo crees.

¿No quieres creer más de lo que ves? Pues ¿cual fue la historia del antiguo Egipto, de Babilonia, de Asiria, del Japón, de la China?...; ¿qué?, ¿tú la has presenciado, la has visto? ¿Cómo podrías verla? Sencillamente, crees lo que te dicen los otros. Lo crees, y no lo has visto. ¡Cuántas cosas hemos de creer en los dominios de nuestra ciencia!

2.° Contéstame a la otra pregunta: ¿Puedes negar todo lo que no

comprendes, todo lo que excede a la fuerza de la razón humana?

Porque llegan algunos con esta queja: No sé creer. ¡Hay tantos secre- tos impenetrables en nuestra religión! Allí está el mismo Dios. Después, la Santísima Trinidad. Después, el Santísimo Sacramento. Después, el libre albedrío y la predestinación. ¡Después, Cristo, Dios y hombre! Después, el fin de los tiempos y la vida eterna. Y no comprendo todas estas cosas; exceden la capacidad de mi razón. ¿Cómo he de creer todas estas cosas? ¿Cómo pedir semejantes sacrificios a la razón humana?

¿Qué contesto a todos estos?

—Hermano, por qué te sorprendes de no comprender muchas cosas tocantes a Dios, de no saber penetrar los planes del Señor, y de que haya en tu religión demasiados misterios, cuando... —pues sí, señor—, cuando

en torno tuyo todo el mundo rebosa de secretos y no comprendes miles y miles de fenómenos aun en los límites del mundo material?

Aún más: el que Dios no quepa en mi pobre y mezquino cerebro me

Examinemos con atención los dos pensamientos.

A) El mundo está lleno de secretos en torno nuestro; de secretos que vemos, sentimos, experimentamos, pero que no sabemos comprender ni sabemos darles solución.

¿He de aducir algunos ejemplos? Ahí van unos pocos, cogidos al azar.

¿Quién sabe, por ejemplo, qué cosa sea el tiempo? Todos creen saberlo y, sin embargo, ¿quién puede decírnoslo? El río caudaloso del tiempo corre con empuje impetuoso, y sobre su superficie flotamos tam- bién nosotros, pero sin saber lo que es el tiempo.

¿Quién sabe cuánto es un segundo? ¡Qué sencilla pregunta!, ¿verdad?; y, no obstante, no hay nadie que sepa contestar. Contestarás acaso: Un segundo es el tiempo que necesita un tren para recorrer treinta metros. Dices algo, lo concedo. Pero, ¿consideras tú mismo que lo que acabas de decir es digno de llamarse definición del segundo?

Hablamos del presente, del pasado, del porvenir; pero ¿qué es el presente? Ni siquiera hay presente. Es un momento, no sabes cogerlo; porque el momento que hayas podido aprisionar ya es del pasado, y el que no tienes aún es del porvenir. ¿Qué es, pues, el presente? ¿Lo comprendes? ¡Qué vas a comprender! Y, no obstante, hablas del presente. Entre los dos mares nebulosos, entre el pasado y el futuro, está el presente como sobre el filo de una navaja, y ese algo indefinido, sin contenido, que en el momento de cogerlo se te escapa de las manos, y que desde un océano sin orillas sigue desembocando en otro, es lo que llamamos presente. ¿Lo compren- des? ¡Qué vas a comprender! Y cuanto más medites sobre ello, tanto menos lo comprendes.

Pero aquí está también en torno nuestro la vida diaria, llena de fenómenos incomprensibles, asombrosos.

Aconteció hace pocos años, en Navidad: un matrimonio inglés vendió su casa, con el jardín y con todos los inmuebles de la finca, y se fue a vivir a la ciudad de Portsmouth, bastante distante del lugar donde vivían anteriormente. Se fueron en auto; de la casa patriarcal nada se llevaron, y cedieron al nuevo propietario hasta el hermoso perro bulldog que tenían. Cuando el auto se puso en camino, el perro fiel siguió largo trecho al coche, que volaba: pero el pobre animal, agotadas sus fuerzas, sin aliento, desfalleció en el camino. Los antiguos propietarios pensaron que había muerto. Pero no fue así. Después de un mes entró, macilento, sin más que la piel y los huesos, lleno de barro, en el patio de la nueva mansión, el fiel

«Blac». El perro tuvo que recorrer centenares de kilómetros. ¿Lo com- prendes?

A un murciélago le sacaron los ojos y después lo soltaron en un cuarto donde había muchos hilos delgados extendidos de una pared a la otra, en gran desorden, y de los cuales colgaban pequeñas campanillas. El murciélago ciego estuvo revoloteando durante horas por el cuarto sin rozar una sola vez ninguno de los hilos. ¡El murciélago ciego! Pero ¿cómo distinguía la dirección en que había de volar? Con un sentido que nosotros no podemos siquiera sospechar cuál pueda ser. ¿Lo comprendes tú acaso? Pero es así.

Ahí va otro ejemplo. En Bélgica adquirió proporciones muy grandes

la cría de palomas mensajeras. En cierta ocasión, fueron llevadas algunas

de Bruselas a España. Aquí las guardaron en jaulas durante cinco años. ¡Fijémonos en la distancia que hay de Bélgica a España! Después de cinco años las soltaron..., y a los pocos días una bandada de palomas llegaban a Bruselas, a su antiguo palomar. ¿Cómo volvieron después de cinco años, atravesando valles y montañas, recorriendo distancias de centenares y centenares de kilómetros? ¿No comprendes cómo puede ser esto? Pero es así.

Otro ejemplo aún: Sacaron una tortuga del Océano Pacífico. Con hierro candente le hicieron una señal en el dorso y la echaron al Canal de la Mancha. Pensemos en la enorme distancia que hay entre ambos sitios. Y ¿qué sucedió? Que después de tres años sacaron de nuevo la misma tortuga en el mismo lugar en que la habían cogido antes, en el Océano Pacífico. ¿Cómo se fue allá? Hubo de hacer por el fondo oscuro del mar un camino de cuatro mil horas para llegar al lugar primitivo. La ciencia no llega a tanto. No lo comprendes, pero no por ello deja de ser un hecho.

Y ¿he de continuar enumerando todas las cosas que existen en nues- tro derredor y que nosotros no comprendemos, cuyos misterios no penetramos y, sin embargo, creemos?

Un ejemplo corriente. En la química moderna contamos a cada paso por «gammas» (que es un gramo partido por un millón). Pero ¿has visto la millonésima parte de un gramo? No hay ojo humano que pueda percibirla. ¿Y por eso dejará de existir el «gamma»? No. En una balanza analítica, después de pesar y calcular con meticulosidad, podemos medirla con toda precisión.

¿He de seguir? Para conseguir el color violeta se necesitan 758 billones de vibraciones de éter en un segundo. ¡758 billones de vibraciones

en un segundo! ¿Lo «comprendes»? ¿«Sabes qué significa esto? ¡Cómo vas a saberlo! Tan sólo lo crees. Y necesitas para creerlo una fe robusta.

Imagínate cuánto es un billón. Si pusiéramos un billón de cabellos uno junto al otro —por su grueso, naturalmente (0,1 milímetro), no por su longitud—, tendríamos una línea de cien mil kilómetros; es decir, un billón de cabellos podría dar la vuelta dos veces y media a la Tierra. ¡Y el éter da 758 billones de vibraciones en un segundo! ¿No necesitamos, pues, una fe, una fe robusta para creer estas cosas?

¿Y «sabes» tú que en el átomo del uranio los 92 electrones negativos dan la vuelta un billón de veces por segundo en torno de los 92 electrones positivos que se juntan en el átomo? Lo crees, pero no lo comprendes.

Pero hay números más asombrosos aún. El diámetro del átomo del

hidrógeno es la diezmillonésima parte del milímetro; por lo tanto, si nos

imaginamos un milímetro alargado a diez kilómetros, entonces hemos aumentado el átomo hasta un milímetro de tamaño. La mole del átomo del hidrógeno es, poco más o menos, 2,32 cuatrillonésimas partes del gramo. La mole de toda nuestra Tierra es de unos seis cuatrillones de kilogramos; por lo tanto, la mole del átomo del hidrógeno viene a ser, respecto del gramo, lo que es 1,4 kilogramos relativamente al peso de toda la Tierra. ¿Lo comprendes? Pero es así.

La mole del electrón es la dosmilésima parte de la del átomo del hidrógeno; en otras palabras, un trillón de electrones no pesan más que la millonésima parte del miligramo. Pido mil perdones por estos números, pero vale la pena de considerarlos.

Cuanto más aprende el hombre, cuanto más piensa, cuantos más datos atesora concernientes a este mundo, tantas más veces habrá de decir: «No lo comprendo, no lo comprendo.» El que «todo lo comprende», el que no tiene problemas, es espíritu muy superficial y da una prueba clara de que no suele pensar profundamente.

¿He de continuar? Para no abusar, tan sólo añadiré otro ejemplo, otro caso que «no comprendo». Si en un momento dado yo hablara por la radio, una persona que viviese en Berlín, en Belgrado o en Viena oiría mis palabras antes que los que estuviesen en una misma sala, en una misma iglesia conmigo. ¿Cómo comprender esto?

Y aún hay algo más asombroso. Pongo el caso: La distancia entre Budapest y Nueva York es, en línea recta, poco más o menos, de 7.500 kilómetros; por lo tanto, de ida y de vuelta, 15.000 kilómetros. Supongamos que yo hablo en una iglesia de Nueva York por la radio y se

trasmiten mis palabras inmediatamente a Budapest. Para todo esto se necesita 1/20 de segundo. Pero en 1/20 de segundo el sonido, normalmente, no recorre más que 16,5 metros.

Por lo tanto, si dos persona en la iglesia distan de mí veinte metros, y una está con auriculares de radio y la otra sin ellos, la primera oirá por radio mi voz, que ya vuelve de Nueva York, antes que la otra persona la reciba directamente por vía ordinaria. Mi voz ha pasado por Austria, Alemania, Francia, el Océano Atlántico y ha vuelto por el mismo camino y llegó a los oídos del radioescucha antes que por camino normal a los que distan de mí unos pocos pasos.

¿Lo comprendes? ¡Cómo vamos a comprenderlo!

El asombro ante muchas cosas que no comprendemos nos debería llevar a ser más humildes. Es lo normal.

«Aunque estudies sin descanso, no alcanzarás mucho con tu saber;

el fin de la filosofía es saber que debemos creer.» (Gleibel) El fin de todos nuestros raciocinios es, por lo tanto, descubrir cuántas son las cosas que no caben en nuestro pobre cerebro, cuántas cosas hemos de creer sin llegar a comprenderlas.

Quien llega a este punto no puede ser ateo. Porque si en el mundo creado hay tantos misterios, si en torno nuestro hay tantas cosas que no comprendo y, no obstante, las creo, ¿no es obvio que encuentre misterios

en el Creador de este mundo, en Dios? Es verdad que en nuestra fe

siempre queda una parte que no podemos penetrar, que parece envuelta por la niebla, que es incomprensible. Pero ¿no es natural que en el Dios infini- to haya muchos atributos que yo con mi razón limitada no pueda compren- der? Aún más. Receloso tendría que estar si pudiese comprender y

penetrar por completo con mi razón limitada a Dios. Entonces Dios deja-

ría de ser Dios y se transformaría en una criatura finita; entonces mi religiosidad sería también cosa puramente humana.

¿No comprendes a Dios? Los serafines se inclinan con profunda humildad y bajan la vista ante el Dios tres veces santo. ¿Serás tú justamente quien pretenda abarcar por completo a Dios? El Dios que pudiese caber totalmente en nuestro pequeño cerebro no sería Dios, sino

un ser finito, mezquino, parecido a nosotros.

Sí; procuremos conocer a Dios cuanto mejor nos sea posible, pero no se quebrante nuestra fe por saber que nunca podremos comprenderle por completo. El que rechazase las enseñanzas de la fe por el simple motivo de no poder penetrarlas por completo con su limitado entendimiento humano

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