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LOS BENEFICIOS DE LA IDOLATRÍA

In document Sapiens – Yuval Noah Harari (página 190-192)

Dos mil años de lavado de cerebro monoteísta han hecho que la mayoría de los occidentales consideren el politeísmo como una idolatría ignorante e infantil. Este es un estereotipo injusto. Con el fin de entender la lógica interna del politeísmo, es necesario comprender la idea básica que sostiene la creencia en muchos dioses.

El politeísmo no pone en duda necesariamente la existencia de un único poder o una única ley que rige todo el universo. En realidad, la mayoría de las religiones politeístas, e incluso las animistas, reconocían un poder supremo de este tipo detrás de todos los diferentes dioses, demonios y rocas sagradas. En el politeísmo griego clásico, Zeus, Hera, Apolo y demás dioses se hallaban sometidos a un poder omnipotente y global: el Destino (Moira, Ananké). También los dioses nórdicos eran esclavos del destino, que los condenaba a perecer en el cataclismo de Ragnarök (el Crepúsculo de los Dioses). En la religión politeísta de los yoruba de África occidental, todos los dioses nacieron del supremo dios Olodumare, y seguían siendo sus súbditos. En el politeísmo hindú, un único príncipe, Atman, controla a la miríada de dioses y espíritus, a la humanidad y al mundo biológico y físico. Atman es la esencia eterna o el alma de todo el universo, así como de todo individuo y de todo fenómeno.

El aspecto fundamental del politeísmo, que lo distingue del monoteísmo, es que el poder supremo que rige el mundo carece de intereses y prejuicios, y por lo tanto no le importan los deseos mundanos, las inquietudes y preocupaciones de los humanos. No tiene sentido pedirle a este poder la victoria en la guerra, la salud o la lluvia, porque desde su posición ventajosa desde la que todo lo ve no supone ninguna diferencia que un reino concreto gane o pierda, que una ciudad concreta prospere o languidezca, que una persona concreta se recupere o muera. Los griegos no desperdiciaban ningún sacrificio al Destino, los hindúes no construían templos a Atman.

La única razón para acercarse al poder supremo del universo sería renunciar a todos los deseos y aceptar tanto lo bueno como lo malo, aceptar incluso la derrota, la pobreza, la enfermedad y la muerte. Así, algunos hindúes, conocidos como sadhus o sanniasin, dedican su vida a unirse a Atman, con lo que consiguen la iluminación. Se esfuerzan para ver el mundo desde el punto de vista de este principio fundamental, para darse cuenta de que desde su perspectiva eterna todos los deseos y temores mundanos son sentimientos sin sentido y efímeros.

Sin embargo, la mayoría de los hindúes no son sadhus. Se hallan profundamente hundidos en el cenagal de las preocupaciones mundanas, para las que Atman no es de mucha ayuda. Para el auxilio en tales asuntos, los hindúes se aproximan a los dioses con sus poderes parciales. Precisamente porque los poderes son parciales en lugar de totales, dioses como Ganesha, Laksmí y Sarasvati tienen intereses y prejuicios. Por eso, los humanos pueden hacer tratos con estos poderes parciales y confiar en su

ayuda para ganar guerras o recuperarse de la enfermedad. Necesariamente, hay muchos de estos poderes más pequeños, puesto que una vez que se empieza dividiendo el poder global de un principio supremo, se termina inevitablemente con más de una deidad. De ahí la pluralidad de los dioses.

El invento del politeísmo es favorable a una tolerancia religiosa de mucho alcance. Puesto que los politeístas creen, por un lado, en un poder supremo y completamente desinteresado, y por otro, en muchos poderes parciales y sesgados, no hay dificultad para que los devotos de un dios acepten la existencia y eficacia de otros dioses. El politeísmo es intrínsecamente liberal, y raramente persigue a «herejes» o «infieles».

Incluso en aquellos casos en que los politeístas conquistaron grandes imperios, no intentaron convertir a sus súbditos. Los egipcios, los romanos y los aztecas no enviaron misioneros a tierras extrañas para que extendieran el culto a Osiris, Júpiter o Huitzilopochtli (el principal dios azteca), y ciertamente no enviaron ejércitos para ese propósito. Se esperaba que los pueblos sometidos de todo el imperio respetaran a los dioses y rituales imperiales, puesto que tales dioses y rituales protegían y legitimaban el imperio. Pero no se les exigía que abandonaran sus dioses y rituales locales. En el Imperio azteca, los pueblos sometidos estaban obligados a construir templos para Huitzilopochtli, pero tales templos se construían junto a los de los dioses locales, y no reemplazándolos. En muchos casos, la propia élite imperial adoptaba los dioses y rituales del pueblo sometido. Los romanos añadieron voluntariamente la diosa asiática Cibeles y la diosa egipcia Isis a su panteón.

El único dios que los romanos se negaron a tolerar durante mucho tiempo fue el dios monoteísta y evangelizador de los cristianos. El Imperio romano no exigía que los cristianos renunciaran a sus credos y rituales, pero esperaban de ellos que respetaran a los dioses protectores del imperio y la divinidad del emperador. Esto se consideraba una declaración de lealtad política. Cuando los cristianos rehusaron hacerlo de forma vehemente y siguieron rechazando todos los intentos de llegar a un compromiso, los romanos reaccionaron persiguiendo a los que consideraban una facción políticamente subversiva. E incluso esto lo hicieron de mala gana. En los 300 años transcurridos entre la crucifixión de Cristo y la conversión del emperador Constantino, los emperadores romanos politeístas iniciaron solo cuatro persecuciones generales de cristianos. Los administradores y gobernadores locales incitaron a la violencia anticristiana por su cuenta. Pero aun así, si sumamos todas las víctimas de todas estas persecuciones, resulta que en esos tres siglos los politeístas romanos mataron a no más que unos pocos miles de cristianos.[1] Por el contrario, a lo largo de los siguientes 1.500 años, los cristianos masacraron a millones de correligionarios para defender interpretaciones ligeramente distintas de la religión del amor y la compasión.

Las guerras religiosas entre católicos y protestantes que asolaron Europa en los siglos XVI y XVII son especialmente notables. Todos los implicados aceptaban la

divinidad de Cristo y Su evangelio de compasión y amor. Sin embargo, no estaban de acuerdo acerca de la naturaleza de dicho amor. Los protestantes creían que el amor divino es tan grande que Dios se hizo carne y permitió que se Le torturara y crucificara, con lo que redimió el pecado original y abrió las puertas del Cielo a todos los que Le profesaban fe. Los católicos sostenían que la fe, aunque esencial, no era suficiente. Para entrar en el Cielo, los creyentes tenían que participar en los rituales de la Iglesia y hacer buenas obras. Los protestantes se negaron a aceptarlo, aduciendo que esta compensación empequeñecía la grandeza y el amor de Dios. Quien piense que entrar en el Cielo depende de sus propias buenas obras magnifica su propia importancia e implica que el sufrimiento de Jesucristo en la cruz y el amor de Dios por la humanidad no bastan.

Estas disputas teológicas se volvieron tan violentas que, durante los siglos XVI y

XVII, los católicos y los protestantes se mataron unos a otros por cientos de miles. El

23 de agosto de 1572, los católicos franceses, que señalaban la importancia de las buenas obras, atacaron a comunidades de protestantes franceses, que destacaban el amor de Dios por la humanidad. En este ataque, la Matanza del Día de San Bartolomé, entre 5.000 y 10.000 protestantes fueron asesinados en menos de veinticuatro horas. Cuando al Papa de Roma le llegaron las noticias de Francia, quedó tan embargado por la alegría que organizó plegarias festivas para celebrar la ocasión, y encargó a Giorgio Vasari que decorara una de las salas del Vaticano con un fresco de la matanza (en la actualidad el acceso a la sala está vedado a los visitantes).[2] Durante esas veinticuatro horas murieron más cristianos a manos de otros cristianos que a manos del Imperio romano politeísta a lo largo de toda su existencia.

In document Sapiens – Yuval Noah Harari (página 190-192)