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LA ESCORIA DE LA SOCIEDAD

In document Sapiens – Yuval Noah Harari (página 140-142)

Otra teoría explica que la dominancia masculina resulta no de la fuerza, sino de la agresión. Millones de años de evolución han hecho a los hombres mucho más violentos que las mujeres. Las mujeres pueden equipararse a los hombres en lo que a odio, codicia y maltrato se refiere, pero cuando las cosas se ponen feas, dice la teoría,

los hombres son más proclives a la violencia física y bruta. Esta es la razón por la que a lo largo de la historia la guerra ha sido una prerrogativa masculina.

En épocas de guerra, el control de las fuerzas armadas por parte de los hombres los ha hecho también dueños de la sociedad civil. Después usaron su control de la sociedad civil para desencadenar cada vez más guerras, y cuanto mayor era el número de guerras, mayor el control de la sociedad por los hombres. Este bucle de retroalimentación explica tanto la ubicuidad de la guerra como la ubicuidad del patriarcado.

Estudios recientes de los sistemas cognitivos de hombres y mujeres refuerzan la hipótesis de que los hombres tienen efectivamente tendencias más agresivas y violentas y, por lo tanto, se hallan, por término medio, mejor adaptados a servir como soldados rasos. Pero aceptando que los soldados rasos son todos hombres, ¿se sigue de ello que los que gestionan la guerra y gozan de sus frutos han de ser también hombres? Esto no tiene sentido. Es como suponer que, puesto que todos los esclavos que cultivan los campos de algodón son negros, los dueños de las plantaciones serán también negros. De la misma manera que una fuerza compuesta totalmente por negros puede estar controlada por una dirección totalmente blanca, ¿por qué no podría una tropa constituida enteramente por machos ser controlada por un gobierno totalmente, o al menos parcialmente, femenino? De hecho, en numerosas sociedades a lo largo de la historia, los oficiales superiores no se abrieron camino hasta la cúspide a partir de las filas de soldado raso. A los aristócratas, a los ricos y a los educados se les asignaba automáticamente rango de oficial y nunca sirvieron ni un solo día en filas.

Cuando el duque de Wellington, el adversario de Napoleón, se alistó en el ejército británico a la edad de dieciocho años, fue nombrado oficial de inmediato. No tenía en mucho aprecio a los plebeyos bajo su mando. «Tenemos en el servicio la escoria de la Tierra como soldados rasos», escribió a un colega aristócrata durante las guerras contra Francia. Estos soldados rasos se solían reclutar entre los más pobres, o pertenecían a minorías étnicas (como los católicos irlandeses). Sus probabilidades de ascender en el escalafón militar eran insignificantes. Las categorías superiores se reservaban a los duques, príncipes y reyes. Pero ¿por qué solo a los duques, y no a las duquesas?

El Imperio francés en África se estableció y se defendió por la sangre y el sudor de senegaleses, argelinos y franceses de clase trabajadora. El porcentaje en filas de franceses de buena familia era insignificante. Pero el porcentaje de franceses de buena familia en la pequeña élite que mandaba el ejército francés, que gobernaba el imperio y gozaba de sus frutos era muy alto. ¿Por qué solo franceses, y no francesas?

En China había una larga tradición de someter el ejército a la burocracia civil, de manera que mandarines que nunca habían empuñado la espada dirigían a menudo las guerras. «No se gasta el buen hierro para producir clavos», reza un refrán chino, que significaba que la gente de talento se incorpora a la burocracia civil, no al ejército.

¿Por qué, pues, eran hombres todos estos mandarines?

No se puede aducir razonablemente que su debilidad física o sus bajos niveles de testosterona impedían a las mujeres ser mandarines, generales y políticos de éxito. Con el fin de administrar una guerra es seguro que se necesita vigor, pero no mucha fuerza física ni agresividad. Las guerras no son peleas de taberna. Son proyectos muy complejos que requieren un grado extraordinario de organización, cooperación y pacificación. La capacidad de mantener la paz en casa, de adquirir aliados en el exterior y de comprender qué pasa en la mente de otras personas (en particular nuestros enemigos) suele ser la clave de la victoria. De modo que un bruto agresivo suele ser la peor elección para dirigir una guerra. Es mucho mejor una persona cooperativa que sepa cómo apaciguar, cómo manipular y cómo ver las cosas desde diferentes perspectivas. Esta es la materia de la que están hechos los forjadores de imperios. Augusto, que era incompetente desde el punto de vista militar, tuvo éxito en la empresa de establecer un régimen imperial estable, y consiguió así algo que no lograron ni Julio César ni Alejandro Magno, que eran generales mucho mejores. Tanto los contemporáneos que lo admiraban como los historiadores modernos suelen atribuir esta hazaña a su virtud de clementia: indulgencia y clemencia.

A menudo se presenta a las mujeres con el siguiente estereotipo: son mejores manipuladoras y pacificadoras que los hombres, y son famosas por su capacidad superior para ver las cosas desde la perspectiva de los demás. Si acaso hay alguna verdad en estos estereotipos, entonces las mujeres habrían sido excelentes políticas y forjadoras de imperios, y habrían dejado el trabajo sucio en los campos de batalla a los machos, cargados de testosterona pero simplones. Dejando aparte los mitos populares, esto raramente ha ocurrido en el mundo real y no está claro por qué ha sido así.

In document Sapiens – Yuval Noah Harari (página 140-142)