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EL SATÉLITE ESPÍA

In document Sapiens – Yuval Noah Harari (página 149-153)

Las culturas humanas se hallan en un flujo constante. Dicho flujo, ¿es completamente aleatorio, o sigue una pauta general? En otras palabras, ¿la historia tiene dirección?

La respuesta es sí. A lo largo de los milenios, las culturas pequeñas y sencillas se conglutinan gradualmente en civilizaciones mayores y más complejas, de manera que el mundo contiene cada vez menos megaculturas, cada una de las cuales es mayor y más compleja. Esta es, desde luego, una generalización muy burda, que solo es verdad a un nivel macro. A nivel micro, parece que para cada grupo de culturas que se conglutina en una megacultura, existe una megacultura que se descompone en fragmentos. El cristianismo convirtió a cientos de millones de personas al mismo tiempo que se escindía en numerosas sectas. La lengua latina se extendió por toda la

Europa occidental y central y después se dividió en dialectos locales que a su vez terminaron por convertirse en idiomas nacionales. Pero estas desintegraciones son inversiones temporales en una tendencia inexorable hacia la unidad.

Percibir la dirección de la historia es realmente cuestión de situarse en una posición ventajosa. Cuando contemplamos la historia desde la proverbial vista de pájaro, que examina los acontecimientos en términos de décadas o de siglos, es difícil decir si la historia se desplaza en la dirección de la unidad o de la diversidad. Sin embargo, para comprender procesos a largo plazo, la vista de pájaro es demasiado miope. Haríamos mejor en adoptar, en cambio, el punto de vista de un satélite espía cósmico, que escudriña milenios en lugar de siglos. Desde esta posición ventajosa resulta clarísimo que la historia se desplaza implacablemente hacia la unidad. La escisión del cristianismo y el hundimiento del Imperio mongol no son más que pequeños obstáculos a la velocidad en la autopista de la historia.

La mejor manera de apreciar la dirección general de la historia es contar el número de mundos humanos separados que coexistieron en cualquier momento dado en el planeta Tierra. Hoy en día estamos acostumbrados a pensar en el planeta entero como una única unidad, pero durante la mayor parte de la historia la Tierra era en realidad una galaxia entera de mundos humanos aislados.

Consideremos Tasmania, una isla de tamaño medio al sur de Australia. Quedó separada del continente australiano alrededor de 10000 a.C., cuando el final del período glacial provocó el ascenso del nivel del mar. En la isla quedaron unos pocos miles de cazadores-recolectores, que no tuvieron ningún contacto con otros seres

humanos hasta la llegada de los europeos en el siglo XIX. Durante 12.000 años, nadie

supo que los tasmanos estaban allí, y ellos no sabían que hubiera nadie más en el mundo. Tuvieron sus guerras, sus luchas políticas, oscilaciones sociales y desarrollos culturales. Pero en lo que respecta a los emperadores de China o los gobernadores de Mesopotamia, Tasmania hubiera podido hallarse perfectamente en una de las lunas de Júpiter. Los tasmanos vivían en un mundo propio.

América y Europa, asimismo, fueron mundos separados durante la mayor parte de sus respectivas historias. En el año 378 a.C., el emperador romano Valente fue derrotado y muerto por los godos en la batalla de Adrianópolis. El mismo año, el rey Chak Tok Ich’aak de Tikal fue derrotado y muerto por el ejército de Teotihuacán. (Tikal era una importante ciudad-estado maya, mientras que Teotihuacán era la mayor ciudad de América, con casi 250.000 habitantes: el mismo orden de magnitud que su contemporánea, Roma.) No hubo absolutamente ninguna relación entre la derrota de Roma y el auge de Teotihuacán. Roma podría haber estado situada en Marte, y Teotihuacán en Venus.

¿Cuántos mundos humanos diferentes coexistían en la Tierra? Alrededor de 10000 a.C., nuestro planeta contenía muchos miles de ellos. En 2000 a.C., su número

se había reducido hasta los centenares, o todo lo más unos pocos miles. En 1450 d.C., su número se redujo de manera todavía más drástica. En aquellos tiempos, justo antes de la época de la exploración europea, la Tierra contenía todavía un número significativo de mundos enanos como Tasmania. Pero cerca del 90 por ciento de los humanos vivían en un único megamundo: el mundo de Afroasia. La mayor parte de Asia, la mayor parte de Europa y la mayor parte de África (incluidas zonas sustanciales del África subsahariana) ya estaban conectadas por importantes lazos culturales, políticos y económicos (véase el mapa 3).

MAPA 3. La Tierra en 1450 d.C. Las localidades que se citan en el mundo afroasiático fueron lugares visitados por el viajero musulmán del siglo XIV Ibn Battuta. Natural de Tánger, en Marruecos, Ibn Battuta visitó Tombuctú, Zanzíbar, el sur de Rusia, Asia Central, China e Indonesia. Sus viajes ilustran la unidad de Afroasia a las puertas de la era moderna.

La mayoría de la décima parte del resto de la población humana estaba dividida entre cuatro mundos de tamaño y complejidad considerables:

1. El mundo mesoamericano, que comprendía la mayor parte de América Central y partes de América del Norte.

2. El mundo andino, que abarcaba la mayor parte de Sudamérica occidental. 3. El mundo australiano, que comprendía el continente de Australia.

4. El mundo oceánico, que incluía la mayoría de las islas del océano Pacífico sudoccidental, desde Hawái a Nueva Zelanda.

A lo largo de los 300 años siguientes, el gigante afroasiático engulló a todos los demás mundos. Engulló el mundo mesoamericano en 1521, cuando los españoles conquistaron el Imperio azteca. Por la misma época, le dio el primer mordisco al mundo oceánico, durante la circunnavegación del globo por Fernando de Magallanes, y poco después completó su conquista. El mundo andino se hundió en 1532, cuando los conquistadores españoles aplastaron el Imperio inca. Los primeros europeos desembarcaron en el continente australiano en 1606, y aquel mundo prístino llegó a su fin cuando empezó de veras la colonización británica en 1788. Quince años después, los británicos establecieron su primera colonia en Tasmania, con lo que pusieron al último mundo humano autónomo dentro de la esfera de influencia afroasiática.

El gigante afroasiático tardó varios siglos en digerir todo lo que había engullido, pero el proceso fue irreversible. Hoy en día, casi todos los humanos comparten el mismo sistema geopolítico (todo el planeta está dividido en estados reconocidos internacionalmente); el mismo sistema económico (las fuerzas capitalistas del mercado modelan incluso los rincones más remotos del planeta); el mismo sistema legal (los derechos humanos y la ley internacional son válidos en todas partes, al menos teóricamente), y el mismo sistema científico (expertos en Irán, Israel, Australia y Argentina tienen exactamente la misma opinión acerca de la estructura de los átomos o el tratamiento de la tuberculosis).

La cultura global única no es homogénea. De la misma manera que un único cuerpo orgánico contiene muchos tipos diferentes de órganos y células, así nuestra única cultura global contiene muchos tipos diferentes de estilos de vida y de gente, desde corredores de Bolsa de Nueva York hasta pastores afganos. Sin embargo, todos están estrechamente interconectados y se influyen mutuamente de múltiples maneras. Todavía discuten y luchan, pero discuten empleando los mismos conceptos y luchan utilizando las mismas armas. Un «choque de civilizaciones» real es como el proverbial diálogo de sordos. Nadie puede entender lo que el otro está diciendo. Hoy en día, cuando Irán y Estados Unidos blanden las espadas uno contra otro, ambos hablan el lenguaje de los estados-nación, de las economías capitalistas, del derecho internacional y de la física nuclear.

Todavía hablamos mucho de culturas «auténticas», pero si por «auténtico» queremos decir algo que se desarrolló de forma independiente, y que consiste en tradiciones locales antiguas, libres de influencias externas, entonces no quedan en la Tierra culturas auténticas. A lo largo de los últimos siglos, todas las culturas cambiaron hasta hacerse prácticamente irreconocibles por un aluvión de influencias globales.

Uno de los ejemplos más interesantes de esta globalización es la cocina «étnica». En un restaurante italiano esperamos encontrar espaguetis con salsa de tomate; en restaurantes polacos e irlandeses, gran cantidad de patatas; en un restaurante

argentino podemos elegir entre decenas de tipos de filetes de buey; en un restaurante indio añaden guindillas picantes prácticamente a todo, y la consumición típica de cualquier café suizo es chocolate espeso y caliente bajo unos Alpes de nata montada. Pero ninguno de estos alimentos es autóctono de estos países. Los tomates, las guindillas picantes y el cacao son de origen mexicano, y no llegaron a Europa y Asia hasta después de la conquista de México por los españoles. Julio César y Dante Alighieri nunca hicieron girar espaguetis bañados en tomate en su tenedor (ni los tenedores se habían inventado todavía), Guillermo Tell nunca probó el chocolate y Buda nunca sazonó su comida con guindilla. Las patatas llegaron a Polonia e Irlanda hace apenas 400 años. El único filete que se podía obtener en Argentina en 1492 era de una llama.

Los filmes de Hollywood han perpetuado la imagen de los indios de las llanuras como jinetes valientes que atacaban intrépidamente los carromatos de los pioneros europeos para proteger las costumbres de sus antepasados. Sin embargo, estos jinetes americanos nativos no eran los defensores de alguna cultura antigua y auténtica. Por el contrario, eran el producto de una revolución militar y política importante que barrió las llanuras del oeste de Norteamérica en los siglos XVII y XVIII, como

consecuencia de la llegada de los caballos europeos. En 1492 no había caballos en América. La cultura de los sioux y los apaches del siglo XIX tiene muchos aspectos

atractivos, pero era una cultura moderna (resultado de fuerzas globales) mucho más que «auténtica».

In document Sapiens – Yuval Noah Harari (página 149-153)